Quien me acompaña

viernes, 31 de octubre de 2014

La culpa



Elisabeth rebuscó en el interior de su bolso. Encontró la llave, la introdujo en la cerradura y la giró hasta notar el pestillo descorrerse.  Era su propia casa y sin embargo se colaba en ella como una furtiva, a hurtadillas para no ser descubierta.

Desde que su  hermana sufrió el accidente, cuidarla y velar por su salud se había convertido en toda su vida. Tenía una culpa que pagar y lo asumía, pero en los últimos meses el lastre de la conciencia se había vuelto más pesado y  su vida se le escapaba por momentos, casi todos ellos dedicados en exclusiva  a la mujer que compartía aquella casa y  que gobernaba - tirana y orgullosa- su existencia. ¿Cuánto tiempo resistiría  aquella  crueldad?.

Ya en el vestíbulo, se sobresaltó al descubrir entreabierta la puerta de la habitación dónde su hermana se había recluido voluntariamente,  hacía ya quince años. Sintió temor, angustia e incluso tristeza  al mirar de soslayo la oscuridad que parecía observarla.

“¡Que idiotez¡, parezco una cría”  -se recriminó casi al instante. Dudó por un momento si cerrarla o no. Apretó contra si el bolso que colgaba de su hombro y optó por seguir camino hacia la cocina. Aún disponía de unos minutos antes que ella despertara y no estaba dispuesta a que la privase de un vaso de leche caliente. “Esta vez no” –se dijo.

Encendió la luz, abrió el frigorífico, sacó el cartón de leche y se dispuso a calentarla en el microondas  que había comprado meses antes.  Escuchó con sobresalto el chirriar de una silla y supo que no disfrutaría de un segundo más de paz, volvía a repetirse la escena de cada noche: Un golpe seco o arrastre que llamase su atención y la voz imperativa y renegada de su hermana.  Su vida, en ese momento, podría muy bien haber inspirado al renombrado guionista Harol d Ramis  la película “El día de la marmota”. La misma escena una y otra vez, un círculo vicioso que no sabía cómo concluir pero que debía cerrar,  ¡ya¡. Tensó sus músculos, sintió la rigidez de su cuello y se preparó.

—¡Elisabeth, se que estás ahí¡

—Voy Adela, sólo he pasado a cambiarme de ropa.

— ¡Rezas para verme muerta!. ¡Te desharías de mí cadáver sin piedad¡… pero no olvides que… ¡¡¡TIENES LA CULPA¡¡¡. ¿Qué clase de mujer deja que el fuego devore a su hermana sin mover un dedo?. ¡Me mirabas¡ ¡Te ví por la ventana¡,¡ querías que muriese¡. ¡Lo sé¡ -gritó la enferma, víctima de la locura.

Elisabeth no respondió. Una lágrima  resbaló por su mejilla y no pudo reprimir la rabia. Se levantó, lanzó la taza contra el suelo y se dirigió al encuentro de la arpía que le  exprimía  la vida y se la estaba bebiendo lentamente, disfrutando de cada sorbo. Inútil volver a explicarle que aquel fatídico día no pudo moverse petrificada por el miedo, que lloró desconsoladamente durante meses suplicado por la vida de su hermana cuando nadie pensó que sobreviviría. Que la cerilla incendiaria la prendió  la propia Adela en un arrebato de locura y desesperación tras la inesperada muerte de Mario, el hombre del que estaba perdidamente enamorada. Elisabeth la había protegido de todos aquellos recuerdos porque temía que volviese a revivir terrores pasados y su locura se volviese más incontrolable aún. Una vez restaurada, la habitación se había convertido en su prisión, en todo su mundo y nadie pudo conseguir que saliese de ahí.

 Recobrando el control y la cordura,  a duras penas  consiguió balbucear unas palabras...

—¿Qué necesitas ahora…hermana?. Cualquiera que fuese mi error lo estoy pagando con creces, no lo dudes –casi gritó, acentuando  el odio sordo que la consumía.

Ya no reinaba la oscuridad en la alcoba, la tenue luz que destilaba la pequeña lámpara colocada encima de la mesita amarilleaba las pareces de la habitación, creaba un ambiente poco acogedor , cargado de intranquilidad y  desasosiego. “Hasta la habitación nos conoce” , rió nerviosamente  Elisabeth.

Cogió la única silla de la estancia y la llevó junto a la cama.  Miró a su hermana, quien con la cabeza vuelta hacía el otro lado no respondía a sus comentarios. Bien, seguía enfadada. “Peor para ella” –se dijo triunfalmente.  Llegado a ese punto, cualquier asomo de retroceso por parte de una, era tomado como una pequeña victoria por la otra. Se sentaría a leer a su lado hasta la hora de cenar, treinta minutos que le sabrían a gloria y tiempo suficiente para hacer reaccionar a Adela.  

De pronto, todas las alarmas saltaron y la cabeza pareció estallarle. Aunque su hermana era una bruja nunca pasaría tanto tiempo sin  llamar su atención. Algo extraño y macabro sucedía. Presagio  de tragedia y maldad. Corazón desbocado. Un sudor frio la invadió y dirigiéndose a la cama, apenas pudo articular palabra:

—Adela, no seas tonta por favor, dime algo. Sabes que no puedo soportar tu rechazo.

 Acercó su mejilla a la cara de  su hermana, intentando recobrar el dominio de la situación. Sabía que eso la haría reaccionar y la tranquilidad volvería por unas horas a su familia, destruida, pero lo único que le quedaba.

 Un escalofrío recorrió todo su ser y el frio de la  muerte la taladró. Aquellos ojos inmóviles,  vidriosos, blancos, sin vida pero que sentía la miraban. Aquella piel azulada, pómulos huesudos.  Labios morados y resecos, engarzados en una cruel mueca. Encías sangrantes. Aquella rigidez corporal. Apenas habían transcurrido cinco minutos entre la última frase hiriente que su hermana le profiriese  y el momento en que Elisabeth había entrado en la estancia.  No podía gritar, el terror la paralizó.  Los ojos -llorosos y enrojecidos- se negaban a cerrarse, fuera de si. Las manos, agarrotada, se aferraban a las sábanas en un último intento por entender  y el susurro…aquel susurro de aliento putrefacto que con voz ronca sonaba a su espalda…

— Me perteneces, como ellos, como todos... Ven.

Comenzó a entender. Su hermana no había perdido la cordura, sólo se erigió en guardiana de aquel habitáculo siniestro, guarida del “ente” que lo dominaba. Ahora todo cobraba sentido.  Tantos años alimentando odio y culpa cuando al final lo único que pretendían era protegerse una a la otra. Triste vida. Supo que era su final  y no se resistió. Sacó el mechero que siempre llevaba consigo  y lo prendió en un último y desesperado intento de destruir aquel siniestro ser, tal y como su hermana intentara quince años antes.  Lo último de lo que tuvo consciencia fue del resplandor,  las llamas la engullían ansiosas, hambrientas de vida. Al final, la vieja leyenda iba a ser cierta, el pozo descubierto en el sótano no sólo contenía agua…

Veinte años después…

—¡Me encanta, mamá¡. Me la pido, esta habitación será la mia.


 …Ilusionada, la  familia comenzó el traslado  a su nueva casa…


                                                  

6 comentarios:

  1. Muy bien Cloe!!, me has metido en la historia desde el principio. La descripción ha sido tan real que es como si estuviera viendo a las hermanas. has llevado bien la historia y la has resuelto como siempre,,, sacándonos del tema en segundos. Tus finales son buenos ;). Quiza no tiene todo el terror que pedía el reto de este mes, pero si has transmitido otra forma de terror, el psicológico,. Me ha gustado. Enhorabuena!!

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    1. Ay mi querida aquario, ¿qué sería de mí sin tus apuntes?

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  2. Vaya, menudo relato de terror tan propio de Halloween, me ha encantado. Escribes poco en este blog, pero te luces cuando lo haces. Biquiños!

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    1. Mil gracias Cris. Peasso comentario... Un placer contar con tu compañia :)

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  3. Te invito a seguir mi blog! Creo que va a gustarte!
    http://panoramasdeamor.blogspot.com/
    Saludos

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  4. Hola! Me gustó mucho tu relato, parecía que iba en un estilo "¿Qué pasó con Baby Jane?" y de pronto se volvió sobrenatural con un ligerísimo aire a Lovecraft. Muy bueno.

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